1) Pasión Criolla
Don Diego la vio por vez primera paseando por la Plaza de la Victoria el verano anterior. Enfundada en un traje de muselina claro, con pequeñas margaritas bordadas en el ruedo.
La falda se arremolinaba con su andar suave, la cintura ceñida por el corsé, los blancos pechos asomando recatadamente en el escote cuadrado adornado con pequeños volantes, y en el centro, descansando, la cadena de oro acabada en un relicario grabado. Pronto acortó la distancia, y el perfume que emanaba de ella obnubiló sus sentidos.
Era una chiquilla, sin duda, no podía contar más de veinte años. No se entendía a sí mismo. Incontables mujeres, damas y no tanto, indias y señoras, habían calentado sus mantas desde que tenía memoria. Pero ninguna había entibiado su sangre como aquella, y la siguió sin prisas, contemplando el suave balanceo de sus caderas con los párpados pesados, hasta verla entrar en una casa de dos plantas de la Calle Mayor, con un primer patio oloroso a jazmines, que reconoció como propiedad de Don Alfredo de León.
Una mueca cruel se insinuó en su cara, y no llegó siquiera a ser sonrisa. Ella había sido suya a partir de ese momento. Y él no tardaría en hacérselo saber.
Don Diego la vio por vez primera paseando por la Plaza de la Victoria el verano anterior. Enfundada en un traje de muselina claro, con pequeñas margaritas bordadas en el ruedo.
La falda se arremolinaba con su andar suave, la cintura ceñida por el corsé, los blancos pechos asomando recatadamente en el escote cuadrado adornado con pequeños volantes, y en el centro, descansando, la cadena de oro acabada en un relicario grabado. Pronto acortó la distancia, y el perfume que emanaba de ella obnubiló sus sentidos.
Era una chiquilla, sin duda, no podía contar más de veinte años. No se entendía a sí mismo. Incontables mujeres, damas y no tanto, indias y señoras, habían calentado sus mantas desde que tenía memoria. Pero ninguna había entibiado su sangre como aquella, y la siguió sin prisas, contemplando el suave balanceo de sus caderas con los párpados pesados, hasta verla entrar en una casa de dos plantas de la Calle Mayor, con un primer patio oloroso a jazmines, que reconoció como propiedad de Don Alfredo de León.
Una mueca cruel se insinuó en su cara, y no llegó siquiera a ser sonrisa. Ella había sido suya a partir de ese momento. Y él no tardaría en hacérselo saber.
Comentario: Lo recomiendo, y más para las personas que les guste conocer como eran otros países, ya que este es un libro histórico argentino, con las costumbres de la época en la que se desarrolla.
vani, esta roto este link, mandame el libro al correo que me lo quiero leer porfa!!! beso!
ResponderEliminarPor favor me podeis pasar el libro a ana.maria.martin.isabel@gmail.com
ResponderEliminaros lo agradezco!
En la biblioteca del blog lo podes encontrar :)
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